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LENTEJAS Y VÉRTIGO; MANALI-LEH, LA CARRETERA MÁS ALTA DEL MUNDO

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Recorrer la carretera de Manali a Leh, en la India, es una prueba de resistencia y temple. La ruta es una de las más altas del mundo y discurre entre precipicios y paisajes que te dejan sin aliento. En los dos días que dura el viaje se pasan algunos de los puertos transitables más altos del planeta; empezando por el Rohtang La a 3900 metros hasta llegar al Lachung La (5059 m.) y terminar en el impresionante Tanglang La y sus 5328 metros de nada.

La carretera, para que mentir, es espantosa. A ratos asfaltada, a tramos un camino de cabras. En la pista miles de trabajadores biharis luchan sin fin contra la naturaleza, desmochando rocas y limpiando avalanchas. Cortados de miedo, precipicios, adelantamientos, camiones Tata desbocados y acantilados donde parece que vas a caer a cada minuto.

Y entre medias un paisaje que parece sacado de las fotos de la sonda espacial Marte; picos nevados, desfiladeros de formas caprichosas, colores imposibles, que alternan los rosas con los verdes y amarillos en una sucesión sin fin.

Punteados a los largo de la “highway” hay pequeños pueblos, tiendas de nómadas y simples asentamientos de chabolas que duran lo que dura abierta la carretera cada año; de mayo a octubre, hasta que las nieves la vuelven impracticable y todos esos asentamientos desaparecen hasta los calores de la siguiente primavera tardía.

Pero no todo va a ser pasar miedo y quedarse boquiabierto con el escenario. En esos dos días en los que tu corazón y tus nervios se ponen a prueba también hay que comer. A ser posible bien. Por suerte, punteados por doquier, existen 3 lugares donde llenar la panza; las “dhabas” punjabis, los puestos ambulantes y, por último, los restaurantes ladakhis.

El primer día aún se encuentran restaurantes punjabis, llamados “dhabas”. Al principio son locales limpios, cómodos y permanentes, abiertos todo el año en pueblos como Keylong o Jispa. Según se avanza las casas desaparecen y las “dhabas” se convierten en chabolas provisionales con camas en las que sentarse y chimeneas que calientan el cuerpo y envenenan los pulmones. Dentro el ambiente es cargado, con torbellinos de humo y olor a guiso y pan.

La comida suele repetirse en cada uno de ellas; clásicos del Punjab. Guisos de lentejas, patatas con coliflor, curries de judías rojas, panner (queso fresco indio). Siempre acompañados de arroz o panes norindios; chapattis, pharatas o puris. Comida rápida, sencilla y reconstituyente. Mi almuerzo preferido es “dal fry” con roti. Un sencillo guiso de lentejas amarillas muy especiadas y un pan ácimo que se infla y se hace ligero al ponerlo sobre las llamas. Es una comida humilde que me hace feliz.

En los puertos principales, aquellos tan altos en que los turistas siempre paran a hacerse una foto, existen vendedores ambulantes. Al inicio del viaje, en el Rohtang La, abunda la comida callejera india. Los camiones del ejercito se paran a comer momos calentitos, mazorcas a la brasa untadas de lima y chile en polvo o ensaladas de garbanzos aliñados y picantes. Desde allí aún se ven los bosques de pinos de Himachal Pradesh y se atisban las estepas heladas de Ladakh. Siempre que veo a esos vendedores, tapados hasta los ojos para protegerse del sol y el cierzo, me pregunto donde está su casa. ¿Allí, en medio de la nada?

Tras cruzar el Baracha La el viajero entra en las tierras de Ladakh, el “Tibet indio”. El paisaje es cada vez más desértico y desolado. Cortados, piedra y nieve. Nos encontramos en la “Gran Cordillera del Himalaya”. Igual que cambia la geografía así cambian las personas, y las caras de los habitantes se vuelven anchas y coloradas, como las de los tibetanos.

Los restaurantes siguen siendo provisionales y, no se porqué, pero la comida empeora. El pan y las lentejas se cambian por clásicos del Himalaya cuya base es la harina; thukpa (sopa de noodles), momos (dumplings rellenos), chow mein (fideos salteados). En Pang tomé la peor comida de todo el viaje. Entre chabolas y polvo, respirando con dificultad comí arroz pasado, verduras frías y alubias rotas y desabridas. En fin. También es cierto que unas horas después, en los helados 5380 metros de Tanglang La me zampé unas deliciosas y calentitas samosas de patata con mucho té especiado. En 20 minutos acababa de pasar por una tormenta de arena, otra de granizo y la última de agua. Así que estaba sorprendido y feliz.

 

Después de este último puerto comienza el descenso, vertiginoso, hasta el Indo. Entre cortados lunares se llega a los primeros pueblos de Ladakh, el Tíbet indio. Chortens y casas tradicionales. El valle y la ciudad de Leh están cerca.

Dos días intensos y llenos de sensaciones. Miedo, paisajes que sobrecogen, frío, falta de oxígeno, y una gastronomía pobretona y rica en condiciones extremas. La carretera de Manali a Leh.

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