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SRI LANKA; COMER EN EL TREN DEL TÉ

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Viajar en tren es una de “mis liturgias” obligadas cuando estoy en Sri Lanka. Tan importante como visitar las dagobas, sentir el poder del Sri Maha Boddhi o comer con las manos. El tren que une Kandy a Nuwara Eliya, la “Ciudad de las Montañas” con la “Pequeña Inglaterra”, tiene todo el sabor de los “viejos tiempos”. 80 kilómetros en 5 horas. El tren, construido por los británicos, ha cambiado poco desde los tiempos de la colonia. Todo es antiguo, destartalado y renqueante. Esta decrepitud es una parte esencial del encanto. Largas paradas en los andenes, altos en mitad de la selva, detenciones en remotos apeaderos… Y sobre todo gente, mucha gente. Y comida… Montarse en un tren es una ocasión perfecta para tomar el pulso vital y gastronómico al país.

Amanece en Kandy cuando llego a la estación. Los asientos en segunda no están asegurados, así que hay que “pelear” por ellos. El lago está brumoso, y al otro lado se distingue la techumbre dorada del Templo del Diente, el más sagrado del Budismo Theravada. Los andenes están llenos de familias y trabajadores que se desperezan acechando la llegada de los vagones. Antes de salir hay que llenar el estomago con cualquier cosa. Así que en un pequeño puesto compro té negro con leche, mucho azúcar y cardamomo. Y además pol roti, pan de coco untado con chiles, cebolla y lima. La cocina de Sri Lanka, sus “short eats” y “rice & curry” combinan lo indio con lo europeo y malayo en una cocina diferente, picante y deliciosa.

El tren entra en la estación y con su llegada comienza el “asalto”. Hay demasiada gente, así que la lucha por conseguir un asiento resulta vana. Por fortuna me refugio en la “cantina”, donde los empleados me hacen un hueco y me dejan acomodarme en el suelo, protegido bajo una mesa. Con puntualidad británica la maquina echa su primera bocanada de humo. El tren sube renqueante las cuestas, y tras las últimas casas entra en la selva.

Viajar en 2ª es divertido y promiscuo, nada que ver con la pecera aséptica de 1ª. La gente tiene curiosidad por conocer a un extranjero. Les divierte que alguien, a quien suponen rico, se mezcle con ellos, se siente en el suelo y esté tan interesado en lo que hacen o comen. Así que a pesar de las 5 horas de viaje no hay un solo instante de aburrimiento. Intento leer, miro el paisaje colgado de la puerta,  bromeo con los estudiantes y trato de entablar conversación con dos chicas de ojos negros y brillantes.

Comienzan las paradas y la llegada de los vendedores de chucherías hace nacer un hambre repentina en los pasajeros. Los niños se agolpan en las ventanillas. Piña con sal y chile, cacahuetes tostados, mango, agua, café caliente, frutas encurtidas en vinagre y guindillas… Los vendedores recorren el pasillo voceando. “!Isso, isso, isso vadai¡”, “!Parippu, parippu, parippu vadai¡” . Se mueven arriba y abajo, sorteando mil cuerpos y ofreciendo galletas aceitosas de lentejas y gambas. Las madres compran para las criaturas un cucurucho de papel de periódico lleno de “vadai” y chiles y hojas de curry fritas.

El tren vuelve a toser y casi se desarma cuando arranca de nuevo. Gampola, Ulapane, Nawalapitiya, Hatton… El día está claro, y a la derecha se recorta El Pico de Adán. Ya he comido frutos secos, dos cafés, mordisqueado un poco de piña picante y tragado una empanadilla de atún y patata. Estoy gordo y feliz. Seguimos ganando altura, y la selva se va despejando, dejando paso a los campos de té. Cascadas, mujeres que recogen hojas, factorías blancas, pueblitos minúsculos y templos hindúes.

Sri Lanka, en el organigrama colonial británico, estaba destinada a ser la isla del café, pero un hongo destruyó completamente “el sueño”. Los ingleses se dieron cuenta de que el té era mucho más resistente y productivo en aquellas alturas. Así que deforestaron las selvas y cubrieron sus laderas con el nuevo cultivo. Después de Hatton el número de tamiles aumenta sin cesar. Se los distingue fácilmente por su tez más oscura, los sarees de colores vivos y los bindis en la frente de las mujeres. Rojos y negros. Son gente amable y educada, deseosa de entablar conversación con cualquier extranjero. Los tamiles “indios” llegaron a Sri Lanka a mediados del siglo XIX, traídos por los británicos para cultivar las plantaciones. Con la independencia, el estado, temeroso de tener una “quinta columna” en mitad de la isla, les denegó la nacionalidad hasta los años 80.

A estas horas los estudiantes, los niños, las madres, e incluso las dos chicas de ojos negros y brillantes, son casi de la familia. Nos conocemos, tratamos de pronunciar nuestros nombres, y nos reímos de cualquier cosa. 3 horas y todo el mundo saca sus almuerzos envueltos en papel de periódico. El vagón huele a guindillas, a leche de coco y a especias. La algarabía se calma y el murmullo se atenúa. La familia que se sienta frente a mí me mira con ilusión mientras me ofrece su comida. “Stringhoppers”, curry de pescado seco, y acchar de mango. No puedo decir que no, y todos comenzamos a comer con las manos y seguimos nuestra conversación torpe y amable.

El tiempo ha cambiado cuando nos acercamos a Nuwara Eliya, a casi 2 mil metros de altura. Llueve y nos envuelve una bruma fría, mientras afuera los pocos árboles son islas en un mar de campos de té. Ahora en el tren hay muchos más tamiles que cingaleses. Nanu Oya es el fin de mi trayecto. Comienzo a despedirme de las familias, de las chicas, de los policías y de los camareros de la cantina. Todos sonreímos y en sinhala o tamil nos damos las gracias y deseamos lo mejor. Me marcho de la estación nostálgico y con la barriga llena. Cae una lluvia fría, y, mientras busco un tuk tuk que me acerque a Nuwara Eliya, huelo mi mano derecha que, como siempre que estoy en Sri Lanka, huele a especias.

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