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GARBANZOS Y BOMBAS EN EL VIEJO COLOMBO

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Durante los años de la guerra civil en Sri Lanka, Colombo era una de las ciudades más peligrosas y singulares de toda Asia. Era también provinciana y la menos turística y, un lugar que vivía ajeno a la globalización que se aceleraba a su alrededor. Desde Pekín a Bangkok se construían autopistas y rascacielos, mientras en Colombo, a lo largo de 26 años, todo pareció quedar detenido en un momento impreciso de los años 80.

Desde 1983 a 2009 los atentados, los coches bombas y las muchachas suicidas fueron la norma diaria. Y con ellos una sensación de miedo generalizado. Todo en la ciudad quedó detenido. ¿Todo? No. En una pequeña explanada una vieja tradición se mantuvo ajena al temor y la prudencia de aquel tiempo; los domingos del Galle Green Face.

El Galle Green Face es el “paseo marítimo” de Colombo, una ancha y larga explanada de hierba frente al océano Índico. Se remonta a los tiempos de Henry Ward, gobernador británico de Ceilán, quien decidió, en 1859, construir un hipódromo en este lugar privilegiado. Sus inicios fueron aristocráticos y deportivos, agua pasada, como el Imperio y la reina Victoria, porque pronto se convirtió en el lugar más populachero y familiar de la ciudad.

La explanada se cierra de modo señorial por sus 4 costados. Al norte las Torres Gemelas del distrito de Fort, al este la calle Galle Road, la arteria principal de la capital, el Índico a poniente, y por el sur el Galle Face, el hotel más antiguo de Asia, fundado en 1864.

Los sábados y domingos por la tarde, cuando el calor comienza a disminuir, la explanada se convierte en un hervidero de familias que acuden a disfrutar del mar y la compañía. Pasean, comen, juegan al cricket y vuelan cometas. Los más valientes, sin desvestirse, se dejan empapar por las olas potentes del océano, mientras las parejas de novios esconden bajo un paraguas sus primeros besos. Allí se da la mano lo más chic y lo más humilde, conviviendo sin chirriar lo pobre con lo rico. No se sabe quién disfruta más, si los encopetados turistas del Hotel Galle bebiendo gin tonic, o las familias riendo, mojándose los pies y comiendo cucuruchos de garbanzos.

En la explanada la comida es un asunto serio. A la caída de la tarde el paseo comienza a llenarse de puestos de comida. Carritos sencillos y prácticos, con platos rústicos para una clientela con poco dinero y mucha hambre. Hay decenas de especialidades, pero mis preferidas son las ensaladas de garbanzos y las galletas de lentejas. El “sundal” es una de esas ensaladas típicas del sur del continente indio, llena de sabores extremos y texturas contrapuestas. Garbanzos aliñados con coco y mucha salsa picante, una explosión ácida y picante que te hace feliz por unas pocas rupias. Las galletas, “vadai”, se preparan con una masa de lentejas amarillas mezcladas con chiles verdes y especias, y 3 o 4 gambas pegadas. Después se fríen y se comen amontonadas en un viejo papel de periódico, aliñadas con lima y mucha guindilla. Si están recién hechas son crujientes y muy ricas, perfectas para sentarte en algún rincón a saborearlas.

También existen puestos permanentes, espaciosos, provistos de luz, mesas, y varios fuegos. Los dueños, mayoritariamente musulmanes, sirven especialidades “marakalas”. Panes indios, rotis, parathas, chapattis, pollo tandoori, curries de ternera y calamares, arroz frito, “devilled” y salteados de fideos. El plato principal es el “kottu roti”, el rey de la comida callejera de Sri Lanka, inventado hace 25 años en la costa este, cuando algún cocinero ingenioso tuvo la idea de saltear el pan que sobraba cada día con un sofrito de jengibre y ajo, cebolletas, chiles verdes, y un cucharón de algún curry ardiente. ¡Una delicia!

Viví dos años en Colombo, y uno de mis rituales era pasar por la explanada cada domingo. No iba allí a bañarme ni a volar cometas, sino a comer y a mirar. Me gustaba aquel espacio abierto y fresco, lejos del sofoco de la ciudad y ajeno a las malas noticias de una guerra que parecía eterna.

Paseaba de arriba abajo el malecón, mordisqueando garbanzos picantes, con la seguridad de que alguna familia se detendría para hacerme una foto o simplemente intercambiar un par de frases o una sonrisa tímida y dulce. La guerra estaba presente, había marcado de manera cruel a cada una de aquellas personas, pero en esos instantes solo tenían amabilidad y miradas llenas de curiosidad para un extranjero lejos de su tierra. Siempre regresaba a casa de noche, feliz y con los sentidos colmados. Había comido, andado y conocido gente.

La guerra terminó en 2009. Prabhakaran murió como sus niñas suicidas, y los “tigres”, de momento, son un mal recuerdo del pasado. También llegaron las grúas, proliferaron los rascacielos, Colombo cambió y aparecieron las autopistas mientras que el polvo que lo cubría todo se esfumaba.

Sin embargo cada vez que regreso a Sri Lanka me paseo tranquilamente por el Galle, que sigue siendo un lugar provinciano y dulce. Siento el rumor suave del Indico y el olor picante de los fritos, disfruto con las familias srilankesas, y cierro los ojos recordando la vieja y dormida capital que conocí. Como El Buda dijo, “solo permanece la impermanencia”… “times goes by…”


Postdata: A los dos años de escribir este post la “impermanencia” es más real que nunca, y los viejos tiempos aún más viejos. El Galle Face Green está cada vez más cercado por el cemento, y en su parte norte los chinos han comenzado a construir una gigantesca isla artificial que llenaran de más rascacielos. Me da la impresión que los días de la explanada populachera y familiar tienen sus días contados. Es el progreso. Eso dicen…

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